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Porque éramos provincianos. Muy provincianos. Anclados en el Far West, lejos del foro, pocas cosas importantes ocurrían a nuestro alrededor. La vida real, las nuevas ideas, las nuevas modas, todo era generado fuera y su reflejo nos acababa llegando con bastante retraso. Las películas se estrenaban meses después que en Madrid, no había conciertos y no había tampoco una programación estable de teatro (en septiembre, por ferias, venían las compañías de revista y se representaba alguna comedia popular). Incluso la prensa madrileña del día no llegaba hasta las dos o tres de la tarde.
Y, de repente, surge el Puerto. Algo tan novedoso, tan distinto a todo lo que habíamos conocido, que nos dejaba con la boca abierta. Un local que era admiración de propios y extraños, que enseñábamos con orgullo a amigos y familiares de fuera cuando nos visitaban y se veían obligados a reconocer que nada parecido existía en su tierra.
No fue, en cualquier caso, el primer "pub escénico" de Salamanca (en los setenta empezamos a llamar "pubs" a locales que ya no eran "pubs" en sentido estricto). Poco antes habían abierto el Santa Bárbara, junto a la Casa de las Muertes. En cualquier caso, el Puerto, por dimensiones y por ambición, era ya algo completamente distinto. Una buena idea, bien ejecutada. Y la prueba de su éxito está en que haya sido capaz de sobrevivir sin grandes cambios durante casi cuarenta años. Un record en casi cualquier parte del mundo, pero en especial en una ciudad que se caracteriza por la renovación continua de sus espacios hosteleros.
A veces me he preguntado por las razones del enorme y permanente éxito del Puerto. Un poco es, quizá, la nostalgia del mar (vaya, vaya, aquí tampoco hay playa). Un mucho, su evocación de la Plaza. El Puerto, por su particular estructura, permitía hacer algo tan salmantino como ir allí, sentarse (por ejemplo, a la izquierda, junto a las barcas), y ver pasar la gente. Un poco lo que en Salamanca hemos hecho toda la vida.
Un buen amigo de aquellos años me decía que cuando estaba aburrido se bajaba al Puerto a tomarse una caña y ver desfilar a gran parte de nuestro pequeño mundo. Según él, nada más distraído. Entonces yo le creía y ahora sigo creyéndole.
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