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sábado, 18 de mayo de 2013

Quedando en la Plaza sin móvil

No sé si os ocurre lo mismo. Cuando veo ahora una película de los años 70 siempre tengo la impresión de encontrarme ante situaciones casi contemporáneas. Todo es tan parecido, que quizá por ello resaltan más los pocos detalles de nuestra época que aún no existían en aquellos tiempos. Por ejemplo, el teléfono móvil.

¿Cómo podíamos quedar con los amigos y amigas sin tener teléfono móvil? ¿Cómo podíamos avisarles de que habíamos cambiado de idea, y que no íbamos a estar delante del Toscano a las cinco y media, sino tomándonos un café en el Montecarlo a partir de las seis? ¿Cómo averiguábamos por qué nuestro ligue se retrasaba?

Por increíble que parezca, no nos planteábamos ninguna de estas preguntas. Quedábamos y nos encontrábamos. Y como el sistema funcionaba a nuestra entera satisfacción, lo empleábamos de una manera natural, sin prestar demasiada atención, sin sospechar que la tecnología podría llegar mejorarlo.

¿Pero cómo lo hacíamos exactamente?

Creo recordar que había mucho de quedar de un día para otro. Y que había también mucho de pasar por ciertos sitios a ciertas horas, con la esperanza de que si alguien estaba libre se dejaría caer por allí.

Y el sitio perfecto para dejarse caer era la Plaza.

En los setenta, la plaza acaba de ser peatonalizada (en los años sesenta, los coches podían circular y había un aparcamiento en el centro). Con nuestra toma de posesión de la integridad de la plaza, la vieja costumbre de dar vueltas bajo los soportales, con jóvenes en un sentido y jóvenas en el otro, cruzándose dos veces en cada vuelta, estaba herida de muerte. Pero, incluso así, no era nada difícil encontrar a la gente que buscabas.

En aquella Salamanca que se había desarrollado, sobre todo, hacia el norte, en la que el sur del río estaba aún sin edificar, la Plaza ya no era un lugar central, sino que se encontraba casi casi al final de la ciudad real, de la ciudad en la que se vivía. Sin embargo, muchos seguíamos pasando por allí casi a diario y encontrando a amigos y amigas a los que no habíamos dado cita. Porque aún no teníamos móvil.

domingo, 5 de mayo de 2013

Del Calvario al Helmántico pasando por el Sebas

Hay un aspecto muy importante de la Salamanca de los años setenta que aún no había evocado. Y no lo había hecho porque existe un un magnífico blog, Desde mi grada vieja ( Ángel Martín Fuentes), donde podemos encontrar todo lo que siempre habíamos querido saber y nunca nos habíamos atrevido a preguntar (otra frase de los años setenta)... sobre la Unión Deportiva Salamanca.



Al final, me voy a meter en el terreno de Ángel y voy a hablar de la Unión. Porque sin hablar de la Unión nuestra imagen de los setenta queda incompleta.

Como en tantos otros aspectos, también en esto del fútbol el Lejano Oeste quedaba muy lejos. Y muy atrás. Durante los años sesenta, la Unión se debatía heroicamente entre Tercera y Segunda División, en lucha perenne con equipos como la Cultural Leonesa y la Ponferradina. Tenía su sede en el Calvario, que siempre lo fue más para los propios que para los ajenos. El campo del Calvario, al que nadie llamaba estadio.

Y de repente, hacia 1970 el Calvario es sustituido por el Helmántico. Un estadio nuevecito y bastante grande. Más de 20.000 espectadores en su configuración inicial, lo que, teniendo en cuenta la población de Salamanca en aquellos años, es como si en Madrid hubiera un superestadio para medio millón de personas.

Y luego llegó el ascenso a segunda. Pas mal! Y al año siguiente, a primera. Y al año siguiente, se consiguió montar un equipo bastante presentable, con restos del pasado (el capitán Huertas, con muchos partidos de Tercera en sus botas) y un par de extranjeros buenos y baratos (D'Alessandro y Rezza). Y la primera campaña fue bastante buena. Y nos consolidamos en la categoría. Y nos acostumbramos a que los grandes del fútbol español se acercaran una vez al año por los Villares de la Reina.

Pillaba un pelín lejos, sobre todo en aquella Salamanca que seguía viviendo intramuros. Así que muchos se acercaban en autobuses, como los que salían de la puerta Zamora, frente al Sebas. Sobremesa de café y copa, con el puro guardado para el estadio, donde la fiesta empezaba a las cinco de la tarde (la presión de la televisión era aún mínima).

Y el lunes, los comentarios en la peluquería. Con aquellos peluqueros que no eran estilistas, pero lo sabían todo sobre fútbol y toros. Y compartían su saber con los parroquianos. Que, estamos ya en los setenta, empezaban a escasear después de la llegada de los pelos largos en la década anterior.