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jueves, 18 de abril de 2013

Televisores Telefunken: en Andrés Hernández, Zamora esquina a Brocense

Los setenta fueron también los años en que pasamos del blanco y negro al color.

Una aclaración para los más jóvenes: el cine en color se había inventado muchos años antes y la mayor parte de las películas que se proyectaban en los cines eran ya en color. Lo que pasa es que a partir de los sesenta empezamos a pasar mucho más tiempo delante de la pequeña pantalla y mucho menos delante de la grande. Y durante algunos años más la pequeña pantalla siguió siendo en blanco y negro.





La primera vez que vi una televisión en color fue durante las olimpiadas de Munich, en 1972. La tenían expuesta en Andrés Hernández (Zamora esquina a Brocense). Era, creo, una Telefunken y valía 120.000 pesetas de las de entonces (12.000 euros de los de ahora). Una pasada.

Pero la auténtica explosión del color llegaría dos años más tarde, durante el campeonato del mundo de fútbol en Alemania. Todas las tiendas de eletrodomésticos de la ciudad se llenaron de los nuevos televisores y nosotros pudimos ver, gratamente sorprendidos, los brillantes colores de los uniformes sobre el fondo del verde luminoso del terreno de juego.

A partir de entonces, cada vez hubo más televisores color en las casas y cada vez hubo más programas color en las parrillas de la mejor televisión de España (que diría "el Perich"). Durante algunos años, en los periódicos se publicaba qué programas eran en color y qué programas eran aún en blanco y negro, pero la práctica se abondonó hacia el final de la década, con la colorización total.

Por entonces éramos mucho menos viajados que ahora y estábamos convencidos de que había cosas que sólo nos ocurrían a nosotros, que en el resto de Europa todo era mucho mejor. A lo hora de la verdad, parece que nuestro retraso era bastante pequeño. Vale la pena, por ejemplo, echar un vistazo a la tabla de introducción de la televisión en color que puede encontrarse en Wikipedia:

domingo, 7 de abril de 2013

Rojo y Negro, el primer pub moderno de Salamanca





Rojo y Negro lo abrieron a finales de los 70 (quizá en 1978, si la memoria no me falla). Los tiempos estaban cambiando y el Rojo, a pesar del nombre (en la novela de Stendhal, el rojo es la milicia y el negro la Iglesia, dos de los entonces llamados "poderes fácticos"), era más la avanzadilla de la nueva época que el último coletazo de la anterior.

Hasta que abrieron Rojo y Negro, los pubs eran como el de la calle que entonces se llamaba Calvo Sotelo, o alguno que había en lo que antes era la Gran Vía y ahora sigue siéndolo. Eran sitios tranquilos, con una decoración vagamente inglesa y música suave. Eran sitios donde iban nuestros hermanos mayores y pedían whisky. Todo un lujo por entonces: en los primeros setenta la botella de whisky (escocés) se vendía en el supermercado a 1000 pesetas (100 euros de los de ahora). Aunque, en realidad, en los pubs, bares y cafeterías, el whisky era a menudo segoviano (el equivalente a 30 euros la botella, que no es dinero).

Rojo y Negro era completamente distinto. Mantenía, eso sí, un cierto aire inglés (lo que entonces, cuando aún viajábamos poco, podíamos entender por aire inglés), pero todo lo demás era distinto. Enorme, en lugar de recogido. Ruidoso, en lugar de tranquilo. Lleno de jóvenes en sus primeros veintes, bebiendo cerveza en lugar de whisky.

Y fue un enorme éxito. Y nos hizo sentir que nuestra Salamanca no era ya ese Lejano Oeste, dormido y olvidado, sino parte del mundo, parte de nuestra época.