Creo que exageran. Creo que a veces todos nosotros exageramos.
Como en los años sesenta, Salamanca sigue siendo "arte, saber y toros" (o, actualizando la expresión, "turismo, universidades y charcutería"). Esta es la trinidad que da vida a Salamanca y, si me apuran, dentro de esta trinidad el vértice más alto lo ocupa el "saber", es decir, "las universidades".
Salamanca es una de las grandes ciudades universitarias de Europa. Como Oxford o Cambridge. Como Lovaina o Bolonia. Como Santiago de Compostela. Y comparte con todas ellas el mismo problema (o, visto de otro modo, la misma riqueza): produce muchos más graduados de los que la economía de la ciudad puede absorber.
Unos pocos números. Si fuera verdad que para satisfacer las necesidades de sus sectores productivos una sociedad moderna desarrollada puede necesitar que el 40% de la población reciba formación universitaria, entonces el conjunto de las universidades salmantinas podría admitir al año unos 1.000 nuevos alumnos, lo que haría que el número de alumnos de grado fuera en torno a los 4.000. En la realidad, la Universidad de Salamanca tenía en 2015 casi 25.000 alumnos de este nivel, a los que habría que añadir los 5.000 de la Ponti. La reducción de tamaño a apenas el 13% del actual se reflejaría en una importante disminución del número de profesores y empleados, así como en la actividad económica que la presencia de las universidades genera.
Claro que hay otra solución. Para absorber el gran número de graduados y postgraduados que Salamanca genera podríamos pensar en que Salamanca creciera continuamente, de manera que todos los egresados que lo desearan pudieran encontrar en ella puestos de trabajo. No sé si sería viable una Salamanca con más de medio millón de habitantes, pero estoy seguro de que no nos gustaría.
Así que esto no tiene remedio. Mientras las universidades sean la "joya de la corona", mientras el saber sea la primera industria local, muchos de los graduados en ellas tendrán que marcharse. Y, con independencia de su lugar de nacimiento, seguro que todos ellos en el momento de marchar se sienten salmantinos. Porque aquello de que "enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado" viene de lejos y no es cosa de broma. Es precisamente así.
Bien mirado, tampoco es tan malo eso de tener salmantinos repartidos por todo el mundo. Gente que sueña con sus piedras doradas y que no paran de contar maravillas de su paraíso perdido.
Salamanca es una de las grandes ciudades universitarias de Europa. Como Oxford o Cambridge. Como Lovaina o Bolonia. Como Santiago de Compostela. Y comparte con todas ellas el mismo problema (o, visto de otro modo, la misma riqueza): produce muchos más graduados de los que la economía de la ciudad puede absorber.
Unos pocos números. Si fuera verdad que para satisfacer las necesidades de sus sectores productivos una sociedad moderna desarrollada puede necesitar que el 40% de la población reciba formación universitaria, entonces el conjunto de las universidades salmantinas podría admitir al año unos 1.000 nuevos alumnos, lo que haría que el número de alumnos de grado fuera en torno a los 4.000. En la realidad, la Universidad de Salamanca tenía en 2015 casi 25.000 alumnos de este nivel, a los que habría que añadir los 5.000 de la Ponti. La reducción de tamaño a apenas el 13% del actual se reflejaría en una importante disminución del número de profesores y empleados, así como en la actividad económica que la presencia de las universidades genera.
Claro que hay otra solución. Para absorber el gran número de graduados y postgraduados que Salamanca genera podríamos pensar en que Salamanca creciera continuamente, de manera que todos los egresados que lo desearan pudieran encontrar en ella puestos de trabajo. No sé si sería viable una Salamanca con más de medio millón de habitantes, pero estoy seguro de que no nos gustaría.
Así que esto no tiene remedio. Mientras las universidades sean la "joya de la corona", mientras el saber sea la primera industria local, muchos de los graduados en ellas tendrán que marcharse. Y, con independencia de su lugar de nacimiento, seguro que todos ellos en el momento de marchar se sienten salmantinos. Porque aquello de que "enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado" viene de lejos y no es cosa de broma. Es precisamente así.
Bien mirado, tampoco es tan malo eso de tener salmantinos repartidos por todo el mundo. Gente que sueña con sus piedras doradas y que no paran de contar maravillas de su paraíso perdido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario