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sábado, 30 de marzo de 2013

Mesón de Giuseppe, un poco más allá del Caño Mamarón

En la Salamanca de los años setenta no había chinos (y hablo de restaurantes). Ni turcos, ni griegos, ni franceses. Ni alemanes democráticos. Los restaurantes podían ser buenos y malos, caros y baratos, pero en cuanto al menú que ofrecían, la variedad era mínima: cocina castellana, como el mítico Candil, o cocina "española estándar", como casi todos los demás.

No había ningún italiano. O, mejor dicho, no hubo ningún italiano hasta bien avanzada la década, cuando abrieron el "Mesón de Giuseppe" en la Cuesta del Carmen. Era algo tan ajeno a nuestras costumbres de entonces que mi primera pizza me la tomé en barra con los amiguetes, dividida en porciones, a modo de tapa.

Imagen de Google Street, 2009

No habían llegado aún las grandes cadenas americanas de fast-food, pero sí que había algunos sitios (pocos) donde se podía comer hamburguesas y perritos. Yo iba al Trébol, en Cristo de los Milagros esquina a Corrales de Monroy. Entonces, cuando aún no habíamos probado "the real thing", sus hamburguesas nos parecían magníficas. Probablemente lo eran.

Y qué decir de los perritos, más baratos y, por tanto, mucho más populares. En el Trébol los hacían buenos, pero siempre tuve debilidad por un sitio que había en la Gran Vía, en la acera del cine. Los perritos los vendían por la ventana y eran de pan pan, al que se hacía el hueco para la salchicha insertándolo en un pincho caliente. Más tarde, ya en plena decadencia del perrito, en muchos sitios empezaron a ofrecerlos hechos de pan bimbo y abiertos a cuchillo. Una muestra más que la evolución de la humanidad no es siempre a mejor.

Han pasado muchos años desde entonces. Hemos cambiado. Y Salamanca ha cambiado. Ahora es más abierta, más cosmopolita, está más integrada. Ya no es el "Lejano Oeste" que era entonces. Con todo, quizá hayamos perdido algo en el camino.

domingo, 17 de marzo de 2013

Tal como éramos

Hace ya unas semanas, cuando traje a este blog la memoria de Don Norberto Cuesta Dutari, os hablaba de que los tiempos pasados son las personas que los poblaban, más que los escenarios en que transcurrían sus vidas. De aquella Salamanca de los años 70 gran parte del escenario sigue en pie (no el Bretón, por desgracia). Han cambiado, sin embargo, sus habitantes. Sus personas, sus personajes, sus personalidades. Algunos ya no están. Otros llegaron más tarde. Y los demás, son ahora distintos. Somos distintos.


Así es como éramos hacia mediados de los 70. Así vestíamos, con aquellos pantalones de pata de elefante, aquellos jerséis ajustados y cortos, aquellas camisas de cuadros. Y así era la imagen que construíamos de nosotros, con el pelo largo y, a menudo, también con barba.

Éramos generosos, bienintencionados, románticos. Todo había sido un trágico malentendido, pero ahora teníamos la oportunidad de comenzar de nuevo y no había nada ni nadie que pudiera detenernos. Vivíamos un momento fundacional, los unos nos reencontrábamos con los otros y ya no había viejos rencores, sino una voluntad infinita de hacer las cosas bien.

Al idealismo de los 70 le sucedió el realismo de los 80, y nosotros mismos nos hicimos realistas. Más tarde vino la arrogancia de los 90 y el cinismo de los 2000. Y esto que tenemos ahora.

Quizá éramos un pelín demasiado intensos, demasiado solemnes. Tanto Bergman tenía que dejar alguna huella.

sábado, 2 de marzo de 2013

El puerto de Chus

http://www.elpuertodechus.com/
La apertura del Puerto de Chus en la segunda mitad de los 70 (¿1977, quizá?) fue uno de esos pequeños detalles gracias a los que empezamos a sentirnos menos provincianos.

Porque éramos provincianos. Muy provincianos. Anclados en el Far West, lejos del foro, pocas cosas importantes ocurrían a nuestro alrededor. La vida real, las nuevas ideas, las nuevas modas, todo era generado fuera y su reflejo nos acababa llegando con bastante retraso. Las películas se estrenaban meses después que en Madrid, no había conciertos y no había tampoco una programación estable de teatro (en septiembre, por ferias, venían las compañías de revista y se representaba alguna comedia popular). Incluso la prensa madrileña del día no llegaba hasta las dos o tres de la tarde.

Y, de repente, surge el Puerto. Algo tan novedoso, tan distinto a todo lo que habíamos conocido, que nos dejaba con la boca abierta. Un local que era admiración de propios y extraños, que enseñábamos con orgullo a amigos y familiares de fuera cuando nos visitaban y se veían obligados a reconocer que nada parecido existía en su tierra.

No fue, en cualquier caso, el primer "pub escénico" de Salamanca (en los setenta empezamos a llamar "pubs" a locales que ya no eran "pubs" en sentido estricto). Poco antes habían abierto el Santa Bárbara, junto a la Casa de las Muertes. En cualquier caso, el Puerto, por dimensiones y por ambición, era ya algo completamente distinto. Una buena idea, bien ejecutada. Y la prueba de su éxito está en que haya sido capaz de sobrevivir sin grandes cambios durante casi cuarenta años. Un record en casi cualquier parte del mundo, pero en especial en una ciudad que se caracteriza por la renovación continua de sus espacios hosteleros.

A veces me he preguntado por las razones del enorme y permanente éxito del Puerto. Un poco es, quizá, la nostalgia del mar (vaya, vaya, aquí tampoco hay playa). Un mucho, su evocación de la Plaza. El Puerto, por su particular estructura, permitía hacer algo tan salmantino como ir allí, sentarse (por ejemplo, a la izquierda, junto a las barcas), y ver pasar la gente. Un poco lo que en Salamanca hemos hecho toda la vida.

Un buen amigo de aquellos años me decía que cuando estaba aburrido se bajaba al Puerto a tomarse una caña y ver desfilar a gran parte de nuestro pequeño mundo. Según él, nada más distraído. Entonces yo le creía y ahora sigo creyéndole.